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JUGANDO A LA GUERRA

De la Barcelona de aquel tiempo, me asalta el turbio recuerdo de una época, cuanto menos, vergonzosa. A pesar de la expansión del negocio inmobiliario (A precio de saldo), la memoria me traslada hasta los descampados, casas destruidas y huertos baldíos. Paredes y fachadas adornadas con el picotazo kamikaze de la metralla, calles empedradas transitadas, a toda prisa, por ciudadanos perseguidos por oscuros asesinos.

Las incursiones a la magnífica mansión abandonada desde principios de la contienda, corriendo y saltando entre los restos de la ruina, sonando las teclas desafinadas de un piano de cola, revolcándome sobre la alfombra del enorme salón, apaleando sillones invadidos por chinches y pulgas, escudriñando resortes secretos de escritorios apolillados y carcomidos, admirando deslustradas pinturas cubiertas de polvo rojo. A razón del hambre, persiguiendo ratas y gatos por los coladeros más recónditos. Las formas de la guerra se dibujaron ante mí como las primeras piezas del gigantesco rompecabezas.

También recuerdo el camino a la escuela, corriendo delante de mamá, escalando el filo del muro que, según contaban los mayores, cayó durante el único bombardeo sufrido en el barrio, del centenar que destruyó el resto de distritos.

Obsesionado por asomar mi pequeña cabeza por agujeros y ventanas para desvelar el significado del papel despedazado colgando de las paredes, de las manchas oscuras del suelo de baldosas. Empeñado en reconstruir los hechos causantes de que los majestuosos pórticos estuviesen mordidos por rabiosos balazos, del enorme hueco donde antes se sustentaba un tejado, dejando huérfanas y malheridas las pilastras y gárgolas de las cornisas, figuras que en su representación de criaturas míticas de aire siniestro, acabaron por ser testigos callados de la calamidad.

Lo mejor, incluso más que el hurto de albaricoques a riesgo de recibir una perdigonada de sal en el culo, era el contenido de cualquier cajón. A través de fotografías guardadas en bonitas cajas artesanales, cartas, cromos, estampitas religiosas, rosarios, cruces y medallas, mi imaginación especulaba junto con las almas perdidas.

Muertes atroces donde antes concurrió una existencia. Mujeres, hombres, niños, animales, todos ellos desangrándose inevitablemente bajo los derrumbamientos. El dolor de los huesos rotos, el espanto de la incertidumbre, los sueños que jamás alcanzaron a ver en esta vida.

Empecé por oírles gritar y terminé por verles. Naturalmente, ignoraba que pudiese tratarse de fantasmas. Era un mocoso buscándose la vida en las calles. Y nadie reparó en mí.

En un principio, me negaba a escucharles porque siempre andaban lamentándose; sobre todo los más viejos. Que sí búscame esto, que sí ve, corre y dile, que sí no toque, o mire, nada de aquí o de allá. El vínculo con los niños resultó más agradable; se adaptaron con soltura a su nueva condición, no se quejaban tanto y apenas pedían nada.

Me instalé en el segundo piso del ilustre palacete, circunscrito por una fachada intacta; sin embargo, catastrófico en su interior. Análogo a una casa de muñecas arrollada bajo la furia de Bucéfalo, a rienda suelta entre los muslos de Alejandro Magno.

Construí un nido, apelotonando ropas, en la boca de la chimenea, para poder dormir tranquilo. Así, de paso, logré una perspectiva total del resto de la vivienda. El pedazo de piso que me rodeaba era suficiente para aislarme del mundo exterior. Entraba y salía trepando con facilidad una balaustrada que colgaba donde hubo un balcón, para luego deslizarme a través del conducto de tiro. Ello me ofreció cierta seguridad. Un refugio de difícil acceso para el enemigo.

Los muertos putrefactos, bajo las vigas desprendidas, me observaban durante todo el tiempo. Ignoro por qué, pero percibía su agradecimiento por soportar la peste. En realidad, no era lo más molesto. Había una anciana, encorvada, arrugada, sucia y manca, que me culpaba del desorden de mi cubil. A gritos y amenazándome con la escoba. La pobre mujer se pasaba el día revolviendo entre los escombros, buscando su brazo amputado.

En ocasiones jugaba con los otros niños al escondite, pero pronto me aburría. A diferencia de ellos, los cuales no contaban con la ventaja de poder desplazarse, siempre me descubrían.

Una tarde, cansado de la excursión al sótano, donde recuperé un guiñapo que resultó ser una mugrienta muñeca de trapo, me eché un rato, abrazándome a las piernas con la cabeza gacha, hasta quedarme dormido. Al despertar, la presencia de la niña me sobresaltó.

– ¿Qué haces aquí?

Pregunté mientras me frotaba los ojos y bostezaba.

– La muñeca es mía.

Dijo acunando un manojo de trapos destripado y sucio de sangre.

– Pues quédatela y vete de aquí. Este sitio es mío, ¿Entiendes? No puedes estar conmigo, tú estás muerta, como tus amigos. A más, tu mamá todavía andará buscándote.

– ¿Mi mamá? Nunca volvió de la tienda. No tuvo tiempo. La gente la llamó desde la entrada del refugio, animándola a correr más aprisa. Cuando se quedó sola en medio de la calle desierta, con el cielo nublándose de feos pájaros de hierro, la sombra de un pez gigante la rodeó antes de la explosión, me quede paralizada al ver sus brazos y piernas salir disparados hacia todas partes, su última mirada clavada en mí.

– ¿Lo ves? Seguirá preocupada por ti. Debes ir a decirle que estás bien.

La niña me miró con una graciosa mueca de asombro en la cara, abriendo sus hermosos ojos apagados, faltos del brillo de la vida.

– Pero eso es un problema, ¿No? es que, no estoy aquí de verdad, porque estoy…. lo has dicho tú, ¿Verdad?

– Tú eres tonta niña.

– ¿Y tú qué? ¿Por qué desapareces y apareces siempre que quieres? ¿Adónde vas cada mañana?

Aquella chiquilla no entendía nada. Empecé a hartarme de sus preguntas estúpidas.

– Te contaré el secreto, pero sólo una vez. Voy al colegio, me lleva mi madre. Todos los días, a la misma hora. Recorremos el mismo camino y nos decimos las mismas cosas. – Dije del tirón – caminamos un rato cogidos de la mano, hasta que me suelto y trepo por el filo del muro. Cuando llegó a la parte más alta oigo el zumbido, me cubro la frente con la mano para poder mirar hacia arriba. Y nos despedimos hasta el día siguiente.

La niña me miró boquiabierta, los ojos como astros sin luz.

– Después, como en las calles no quedan niños vivos, me vengo aquí a jugar con los muertos. Y cierra la boca niña, que te entrarán moscas.

Su cara de pálidas mejillas se tornó seria y pensativa.

– ¿Quieres jugar? – Le pregunté de golpe. – Ella sonrió. – Vale – Dijo.

– Después, sí quieres, te acompañaré a buscar a tu madre.

– Vale, ¿A qué jugamos?

Di un brinco para gritar con todas mis fuerzas:

– ¡A la guerra!

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  1. 07/08/2010 12:55

    Espectacular , muy crudo , doloroso , te felicito.
    Saludos Jorge

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