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MALAS CARTAS

*MALAS CARTAS*


El Lejía, el Miguel Ángel, el Charly y el Gitano jugaban al Remigio francés (Juego de Naipes) en el rincón del fondo, frente a la barra desde donde el Sr. Miguel regía el local.

El señor Miguel era un excombatiente de la República, un superviviente nato, había luchado en la épica batalla del Ebro y demás contiendas de la época. Al finalizar la guerra, amparado por la clandestinidad, llegó a Barcelona, donde fundó una familia a base de trabajar en la reconstrucción de la ciudad, devastada por los atroces bombardeos del Generalísimo Francisco Franco contra la población civil.

A sus ochenta y un inviernos mantenía una fortaleza envidiable y un temple curtido, un carácter afable que lo convertía en hombre gentil y sencillo.

A esas horas de la tarde poco quedaba por hacer; a excepción de algún consumidor de hachís en busca del Charly, era improbable la presencia de ningún otro cliente. Así pues, el Sr. Miguel esperaba la conclusión de la partida, como habitualmente solía acontecer, sobre las nueve.

En el exterior, la noche caía ennegrecida y el frío se pronunciaba más intenso.

Encima de la mesa rondaban los naipes, las ganancias y las pérdidas a cada lado. Alrededor de la baraja, los jugadores compartiendo su afición como una manera de matar el tiempo. A excepción del Charly, quien en provecho de la ubicación de la taberna, comerciaba polen de hachís en pequeñas cantidades.

Viejos colegas de distrito, barriobajeros entrados en años con hijos problemáticos adolescentes adornados con tatuajes maoríes y docenas de piercings perforando cejas, pezones y labios, esposas con sueños caducados y facturas a pagar.

– Afora Miguel.(Paga M.)

El Miguel Ángel asumía el papel de víctima por la fea costumbre de perder, insinuando jugadas raras o conspiraciones subversivas, cuyo efecto motivaba las risas y avivaba el ingenio de los demás.

Retirado en acto de servicio. Dos años sirviendo en la Policía fueron suficientes para verlo envuelto en ciertos negocios turbios. Investigado por el Departamento de Asuntos Internos por consumo de drogas y la participación indirecta en un tiroteo acaecido durante una fragorosa reyerta, por los caprichos del azar, entre las calles que le vieron crecer. Sin embargo y a pesar de ser un caso abierto, no hubo un solo testigo que acudiese a declarar, la investigación no prosperó quedando varada en punto muerto, como una mancha de limón en el BOE (Boletín Oficial del Estado).

Al poco, cumpliendo un servicio de vigilancia de calle, por parejas y a pie, una repentina corriente de aire le arrebató la gorra por sorpresa, corría tras ella cuando un autobús urbano se cruzó en la trayectoria del vuelo, golpeando con un intermitente encendido al agente en la cabeza. El accidente sirvió en bandeja el justificante para licenciarlo sin deshonrar el Cuerpo de la Policía Nacional. Caso cerrado.

Corrían rumores de que el porrazo lo dejó peor de lo que solía ser su estado natural. Con todo, desde la prejubilación trabajaba esporádicamente para un conocido mafioso del distrito, a cambio de unos gramos de cocaína adulterada y unos billetes manchados.

El Lejía (Legionario) era un bebedor de calibre, contra más mamaba más pecho sacaba. Un tipo de carácter, genio y figura hasta la sepultura, capaz de beber litros de cerveza sin perder de vista el norte, capaz de agarrar las borracheras más tremendas y regresar a casa enterito. Sus inquietudes eran simples: los tatuajes del Tercio del Gran Capitán cuyos colores se difuminaron, el tamaño menguante de sus músculos y la reducida pensión mensual, cuya cuantía le permitía contar con algunos billetes durante poco más de una semana. Descendía de una dilatada estirpe militar, una mezcolanza de oficiales españoles y norteamericanos cruzada con acomodados genes de burguesía catalana. De ahí las facciones del rostro, el color celeste de los ojos, el rubio del pelo, la estatura y la marca patentada de ADN.

El Gitano era, quizás, el único realmente peligroso. Tan siquiera la sangre de sus venas era pura. Obligado a casarse, a punta de una escopeta de cañones recortados, con una preciosa gitanilla cuando todavía no había cumplidos los dieciséis veranos, hipotecando su vida a las costumbres calés (Gitanas), e incluso, llegando a convertirse, con el transcurrir del tiempo, en un estupendo guitarrista flamenco. Consagrado a las directrices tradicionales del clan, la pareja apenas demoró en fundar una prole con tres santos varones. Apunté que otra de las cualidades del Gitano era el billar. Trillizos a la primera tacada. Pañales y tres boquitas a las que alimentar.

El trapicheo con la cocaína marcó su destino. Al primer tropiezo serio con la justicia, la juez decretó fruto del delito las pertenencias de la familia, luego los condenó a pagar con cuatro años de prisión, a él y a su morenaza; los niños fueron derivados a los servicios sociales. Ella murió de una tuberculosis pulmonar a los dos años. Cuando el Gitano cumplió la condena, falto de otras opciones y llevado por el coraje, reclamó su segunda oportunidad, volviendo al trapicheo de estupefacientes, juntándose con una paya (Mujer no gitana) (Quince años más joven) para recuperar a sus hijos y reemprender vía. La consiguió como lo conseguía todo, primero la enganchó al polvo blanco, luego la enredó para que ejerciera de camello un día, de mula otro, de guarra los sábados, de madre los siete días de la semana. Practicando sus deberes conyugales, la muchacha parió al cuarto varón. Paradójicamente, el bebé daría sus primeros pasos en la cárcel de mujeres de la Trinidad, con su joven mamá.

De regreso a la calle, el Gitano disfrutó de una cierta estabilidad familiar, al margen de que su paya, a pesar de ser la madre ideal de sus hijos, sufriera la violencia de género entre las paredes mudas del hogar. Mantuvo una desahogada economía moviendo el estimulante material con más sigilo que antaño y, de cuando en cuanto, un bolo para actuar para acompañar con la guitarra a un cantaor cualquiera de la peña. (Cantante del grupo aficionado al flamenco, normalmente vinculado a la religión protestante)

El Sr. Miguel le bautizó como el milhombres. A la expectativa y de soslayo, conocía a sus clientes mejor de lo que éstos llegaran a imaginar nunca. No le importaban los trapicheos  (Negocios) ni que los mismos se trataran en su negocio, no obstante, conocía la afición del Gitano por sacar a relucir la faca (Navaja de hoja ancha); un detalle tan incomodo como las arrugadas hemorroides del culo.

Ninguno vivía cerca del tugurio, el vínculo convergente fue el criarse en la misma barriada cuando todavía era un paisaje gris de descampados y viviendas en ruinas. Corriendo en calzoncillos y descalzos por el barrio, cadenas de cubos de agua para bañarse en las albercas que no eran más que los boquetes producidos por las bombas, o persiguiendo a las chicas del orfanato.

Llegaban con sus respectivos automóviles y los aparcaban en doble fila, uno tras otro, frente a la taberna, hasta la hora de partir.

Consumían la tarde entre botellines de cerveza, cigarros de hachís y rayas de farlopa, (Cocaína) apostando el suficiente dinero como para que las pérdidas remordieran la conciencia y picaran en el bolsillo.

El remigio francés era lo ordinario, dos barajas de naipes españoles sobre un descolorido tapete verdoso, una mesa y cuatro sillas alrededor.

– Es para hoy Miguel.

Repartía palos el aludido, con tal precisión que terminaba por marear las cartas y aburrir a los parroquianos.

– ¿Tú no ibas a oros?

– Iba.

Las disputas, asiduas a la tertulia, formaban parte en la emoción del juego, el efecto y las reacciones. Burlas, risas, sutiles intimidaciones y sugerentes advertencias. Y ante todo, la certeza que una mala tarde la podía tener cualquiera.

La paciencia era una de las mayores virtudes del Sr. Miguel, quien desde la esquina del mostrador controlaba la puerta de entrada y a los clientes de la única mesa ocupada, presto para cerrar caja y bajar la persiana.

El Gitano pilló una mala tarde, perdió más de mil duros y enmudeció con una expresión sombría. El Charly, a pesar de la satisfacción asomando en la cara, se inclinó por reprimir la soberbia, habitual en su egocéntrica personalidad. El Lejía comentó haber quedado a la paz, consigo mismo y con el Cristo de la Legión. El Miguel Ángel refunfuñó una maldición mientras se incorporaban, cogían las prendas de abrigo y sacaban las billeteras para liquidar cuentas con el Sr. Miguel.

Entonces, mientras se acercaron al mostrador, la puerta de la calle se abrió. Una bocanada de aire gélido entró junto a una pareja de jóvenes enamorados.

– Cóbreme Sr. Miguel. El botellín, el bocadillo de jamón, los cuatro cubatas y el paquete de Winston que me va a dar.

– Ponga una ronda de quintos (Botellines de cerveza) Sr. Miguel. – Reclamó el Gitano con la vista caída y  clavada en los billetes que contaba.

El Lejía, como respuesta al gesto invitó a fumar del rubio americano que el Sr. Miguel vendía de contrabando.

Acicalados con cazadoras de piel negra, las deudas saldadas y el día muerto, acostumbraban a concluir la tertulia con comentarios banales e intrascendentes, con las mangas de cuero apoyadas en la barra.

El Gitano no intervino en la charla, su atención se desvió hacia la pareja.

Muy educadamente, ella pidió un cortado, él un botellín de cerveza. La chica sugería la imagen de una mujer adulta camuflada detrás del maquillaje de tonos oscuros, ojos retocados con rímel y labios acentuados con carmín rojo, él tenía aspecto de no ser del barrio. En el barrio, mayormente obrero, lo normal a tales horas era encontrarse con un semblante fatigado, embutido en un sucio mono de trabajo, las manos con ásperas durezas y cuyas uñas resultaban imposibles de limpiar; también unas ojeras marcadas por la necesidad de abastecer las propias venas con veneno, a través de unas callosidades supurantes de pus.

Aquel muchacho lucía un perfecto corte de pelo, ropa de marca y unas manos finas y limpias. Las llaves del BMW que dejó caer sobre el mostrador al entrar, no pasaron desapercibidas por las águilas al vuelo.

El Lejía aprovecho un tiempo muerto para pedir la penúltima ronda. Con movimientos resabidos el Sr. Miguel hizo desaparecer los cascos vacíos bajo la barra y los repuso llenos como si nunca hubieran cambiado de sitio. Ello no le impidió percibir la mala onda del Gitano.

El Miguel Ángel probó de hablar con el Gitano; qué si saldría más tarde. Ambos eran criaturas de la noche ligadas a la cocaína, pero sólo le sacó un breve gruñido acompañado con un sutil balanceo de la cabeza.

– Bueno, señores, – Comenzaba a decir el Lejía cuando la voz del Gitano acaparó el interés general.

– ¿Ya te deja tu mamá salir hasta tan tarde?

La pregunta cayó dirigida al muchacho como una bomba de relojería.

– ¿Perdón?

– Que educado, y que valiente, con ese carro por estos barrios.

El chico captó la intención del mensaje. Su cara reflejó el cambio, luego le dio la espalda al grupo.

– ¿Qué pasa Gitano?

Intentó mediar el Lejía.

-¿Qué pasa? ¡Qué pasa con el niñato! Tú a lo tuyo. Tómate otro quintito.

– Venga hombre.

Intervino el Sr. Miguel limpiando el mostrador, hablando en un tono bajo y distante, pues se lo decía a sí mismo.

– ¿No quieres nada? ¿Perica, Caballo, Costo? Oye, que te estoy hablando, chico.

El aludido se giró a pesar de la insistencia de su compañera por salir de ahí.

– No. No tomo nada.

– Joder. Fíjate que sano el menda. Pues tampoco deberías beber, ¿No crees? Con ese carro, si no vigilas, te esparramas rápido.

– Déjalo ya Gitano.

Dijo con aire conciliador el Miguel Ángel, poniendo, al mismo tiempo, cara de policía.

– Cierra el puto pico Miguel.

El ambiente enrarecido contaminó el espacio. Los pérfidos propósitos del Gitano empañaron la despedida con incertidumbres. Además existía un inevitable pacto de solidaridad, no podían abandonar al Sr. Miguel con aquel marrón (Problema importante).

El chico se giró envalentonado mientras la muchacha le sujetaba por las solapas reclamando una digna huida sin condiciones, intuyendo como intuía su sexto sentido males mayores.

– Oye. Déjanos en paz. Solo entramos a tomar algo. No buscamos problemas.

– ¿Qué problemas? – Respondió al muchacho el Gitano – Estamos entre colegas. Póngale un quinto al chaval Sr. Miguel.

– Vámonos. – Susurró la adolescente, vertiginosamente atrapada por las leyes de su propia barriada, del lado oscuro de esa masificación de clase obrera, mal pagada y a merced del interés administrativo del gobierno.

– ¿No quieres una rayita? Venga compadre, que te invito, joder.

El Gitano depositó una bolsita de plástico blanco sobre el mostrador, lo que sería por el tamaño, aproximadamente medio gramo. Seguidamente, el fino acero de una navaja cortó el aire y más de un aliento. Con una habilidad suprema delimitó cinco cordilleras blancas sobre el mostrador, luego sacó un billete de veinte para enrollar. Terminó el ritual siendo el primero en esnifar, después le prestó el rulo al Charly.

– ¿Me cobra?

Dijo el chico. El Sr. Miguel esperaba, desde hacía unos minutos, esta petición como agua de Mayo el agricultor.

– Veinte duros.

– Espera. Te toca. No vas a rechazarme la cortesía, colega. ¿Verdad?

El Charly pasó discretamente de la raya. A diferencia del Lejía, quien a pesar de no tener la costumbre, pensó que le aclararía la mente para controlar mejor la situación. El Miguel Ángel dio buena cuenta del tiro del Charly y del propio, enganchado hasta las trancas como estaba.

– Yo paso. Gracias.

– ¿Qué dices? Que pasas de qué. Joder. Es una invitación de colega.

chuta-entre-colmillosDijo el falso cale, dirigiendo con el filo la montañita blanca hacia el chico, quien percibió el vértigo en las miradas, en los ojos de pupilas dilatadas a causa de la droga, brillando y refulgiendo con energía virtual. Los rostros conjurados en una expresión grave, de rara ansiedad, a la espera de una respuesta, preocupados por la resolución del convite.

El chico cayó entrampado en la caverna de un mundo suburbial, amenazado por sombrías bestias que sobreviven bajo instintos predadores, criaturas sensibles a las luces del espíritu.

Con fugacidad en los gestos, arrancó el billete de la mano del Gitano, se inclinó dos segundos y aspiró la cocaína en uno. Dejando el billete, desenrollándose por inercia propia, delante del otro.

– ¿Contentos?

– Muy bien chaval –legitimó el Miguel Ángel, mostrando la cartera con la insignia de policía. – Estamos entre colegas, no pasa nada. Todo controlado. – Le dijo, mientras le palmeaba la espalda, con una seriedad en fuera de juego, lo que aún perturbó más al muchacho.

Todo controlado menos su propio cerebro. Puesto que ya no podía presumir de la propia, había arrancado la placa de la gorra de su antiguo uniforme. La diferencia con la auténtica era mínima. A un lado de la rectangular cartera de piel sintética, la chapa con el escudo de la Policía Nacional, al opuesto, cruzado con los colores de la bandera en diagonal, la tarjeta plastificada con los datos oficiales. Tan sólo policías legítimos o delincuentes expertos apreciaban el engaño. De este modo, el Miguel Ángel caminaba peligrosamente por ambos lados de la ley.

– Venga. Arriba el Tercio Alejandro Farnesio IV de La Legión Española.

Brindó el Lejía incitando a los demás. Bebieron de sus cervezas con risas y ambigua soberbia. El Gitano guardó la navaja de siete muelles a sus espaldas, ajustando una maléfica sonrisa en la boca de estrechos labios.sw

– Vámonos.

Se escuchó, aunque suave, una determinante orden femenina.

– Espera. – Dijo el muchacho. Entonces un silencio espeso cortó las alegres, por precipitadas, conclusiones. – Cóbreme también la ronda de los colegas.

El Charly suspiró con profundo alivio, ironizando entre su miedo y el absurdo contratiempo, contagiando a través de su vibración sensorial al Lejía, afiliado a la misma complicidad.

La pareja salió abrazada por la puerta que jamás debió cruzar, fundiéndose con la noche fría. El motor del BMW blanco apenas ronroneó al dejar la plaza.

Las risas sonaron grotescas, una estúpida animación sacudió la conducta de los cuatro, ojeados con disgusto por el Sr. Miguel, dispuesto a apagar las luces del contador.

– ¿Por qué le has enseñado la placa, capullo?

– Siempre te tiras el mismo rollo.

Risas embriagadas. El Gitano, percutor del lío, chulo de medio metro al cuadrado, navajero ocasional y estupendo guitarrista flamenco. Hijo de la aspereza y el dolor, enemigo de sus amigos, espíritu sin nombre. Sonreía.

El reluciente blanco metalizado del BMW apareció de nuevo aquella noche, oscura como la boca insaciable del lobo estepario. Deteniéndose como una bestia robotizada, con el sutil ronroneo. Inaudible desde el interior de la bodega.

mascas¿Quién sabe de los motivos que convierten a un ser humano en asesino? ¿En qué instante se pasa de ser pacífico a animal homicida? ¿Cuáles son los sentimientos que alteran sus emociones? ¿Cuáles las reflexiones que obran en su voluntad?

El Sr. Miguel, a sus más de ochenta años, las había visto venir de todos los colores, motivo por lo cual, al descubrir al chico bajo el umbral de la puerta, adivinó que la tragedia venía de parte del Diablo. Lo supo con certeza porque el muchacho regresó solo, luego de dejar a la novia. Probablemente la despidiera con un beso desapasionado y la promesa de marchar para casa directamente. Lo había visto antes, cuando se ofende a un hombre delante de una mujer y después vuelve solo al lugar del desaire, viene a saldar cuentas.

El anciano, al final de la barra, presionó el interruptor del sistema eléctrico general, ofreciendo al reino de las sombras los designios del destino.

El Gitano fue el primero en verlo, y su rostro palideció. Los otros tres se sintieron presos de un silencio paralizante, la silueta perfilada en medio del marco de la puerta abierta, la súbita corriente helada, el escalofrío recorriendo las columnas como culebras electromagnéticas. Temerosos del más allá, conscientes de que podía haber sido de otro modo, culpables de sus arrogantes conductas vacías de compasión.

Y fue al Gitano a quien más le costó morir, el frío le mantuvo vivo mientras se arrastraba por la acera, dejando un rastro escarlata tras de sí. Sufrió lo indecible con dos plomos de nueve milímetros alojados en el estómago y el páncreas desgarrado por el balazo que lo traspasó. En cambio, para el Lejía y el Charly, hubo un viaje fugaz.

– ¡A mí la Legión! – Gritó el Caballero Legionario segundos antes de que su frente arrugada revelara un tercer ojo chorreando sangre. El Charly no tuvo tiempo para decir ni mu, palmó con los ojos muy abiertos y un agujero feo y negro en la sien izquierda.

El Miguel Ángel intentó cubrirse, dos disparos le atravesaron un pulmón, el tercero, tras perforarle la mano derecha, impactó contra el cuello, produciendo una generosa hemorragia bajo el mentón, letal por necesidad.

Dos balas perdidas acabaron incrustadas en la pared.

La sombra humeante del arma apuntó al fondo, el Sr. Miguel seguía al lado del contador automático, la mano vieja y arrugada adherida al interruptor, los viejos ojos de detrás de las gafas alertas en dirección al cañón.armsrezero

La puerta terminó por cerrarse sin el familiar crujido de las bisagras, interrumpiendo el acceso al frío de fuera. El Sr. Miguel esperó un tiempo prudente, hasta cerciorarse de que las piernas le sostenían sin tembleques, sintió molestias por la humareda y a los sentidos le llegó el olor a pólvora y sangre, escuchó con nitidez el lúgubre silencio que planea tras la muerte, condensándose entre sillas y mesas volcadas, los cuerpos yertos, sin nada que decir, sin nada por hacer, la taberna de un hombre de paz convertida en una emboscada para necios. Desolación y pena por los muchachos, en contrapunto a una indescriptible alegría por continuar vivo.

Contemplar al milhombres, desencadenante principal del desastre, arrastrarse agónico en pos de su propio aliento, ignorando la cruel realidad de sus actos, le afectó profundamente, recordándole la inagotable estupidez humana y sus conjuntos.

Decidió cerrar la bodega, venderla. Volver a Córdoba, a su tierra, el flamenco, el campo, los toros, el aire puro, la libertad y la vida.

Mientras, en el exterior, coches patrulla ocupaban posiciones, las luces de emergencia alumbraron la calle con discontinuos destellos de colores. Agentes apuntando con sus armas al cadáver del Gitano, agentes entrando en la tasca del Sr. Miguel. El suelo regado por caudales de sangre despilfarrada. Los muchachos. Sus esposas de sueños caducados esperando en casa, delante del televisor y con la cena enfriándose. ¿Quién podía predecir que aquella partida terminaría así? Los muertos, seguro que ya no.

Ante todo, tal y como temían, una mala tarde la podía tener cualquiera.

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